Cuenta la leyenda que cuando en 1961 Alice Munro (Wingham, Ontario,
1931) saltó a la fama por sus relatos, los medios la presentaron como
una sencilla ama de casa. No se equivocaban. Nacida en una humildísima
granja canadiense, Munro escribía mientras sus hijas dormían la siesta,
pero gracias a su talento y sus relatos hoy es reconocida como la Chejov
de América del Norte. Esquiva con la prensa, es imposible asomarse a su
último libro de relatos, 'Mi vida querida' (Lumen), sin ofrecer algunas
pinceladas de la escritora, gracias sobre todo a la última entrevista
que ha concedido, a finales de 2012, al New Yorker. En primicia, además,
El Cultural publica "Voces", bastante más que un relato autobiográfico, ya que desvela claves muy íntimas de su pasado.
No lo duden, esta “señora canadiense de pelo blanco, de voz educada e
irónica, de risa fácil” es “una de los grandes de la literatura de ahora
mismo”. Lo escribió Muñoz Molina hace tiempo, y lo tiene en cuenta cada
mes de octubre la Academia Sueca cuando se reúne para conceder el Nobel
de Literatura y considera, a pesar de su edad, la candidatura de una de
las voces más originales y libres del panorama narrativo universal.
Autora de doce colecciones de cuentos y dos novelas, ha recibido premios
como el Man Booker y en tres ocasiones el Governor General's Literary
Award de Canadá. Con todo, lo de menos son los premios. Alérgica a la
prensa, son pocas las ocasiones en las que una cada vez más quebrantada y
esquiva escritora accede a dar una entrevista. La última (la mejor en
los últimos tiempos) la concedió al New Yorker a finales del año pasado, para hablar de los relatos incluidos en Mi vida querida, muchos de los cuales habían sido publicados precisamente en la mítica revista neoyorquina.
Vidas poco convencionales
En ella, con la ayuda de Deborah Treisman, Munro examina uno a uno los
cuentos del libro (“Amudsen”, “Irse de Maverley”, “Grava”, “Tren”,
“Voces”, “Vida querida”...) en los que narra cómo algunas
mujeres se liberan del peso de su educación y hacen algo poco
convencional, sin importarles las consecuencias inevitables mientras
trafican con la duda, el dolor y la decepción.
En estas historias recentísimas, destaca Treisman, a menudo hay un
estigma asociado a alguna chica que atrae la atención sobre sí misma,
algo casi vergonzoso, pero, le pregunta, ¿supuso un gran esfuerzo
romper con eso en su propia vida y seguir adelante como escritora? ¿era
normal que las niñas de las zonas rurales de Ontario fuesen a la
universidad como usted?
-Me educaron para creer que lo peor que podía hacer era llamar la
atención sobre mí, o pensar que era inteligente o brillante. Mi madre
fue una excepción, pero esa regla se aplicaba sobre todo a la gente de
campo como nosotros. Ninguna de las chicas que conocí fueron a la
Universidad, y muy pocos de los chicos. Yo estuve sólo dos años, y
gracias a una beca, aunque entonces conocí a mi primer marido. En ese
momento comencé a escribir todo el tiempo (que era lo que había soñado
desde niña), porque éramos muy pobres, pero jamás nos faltaron los
libros.
En la infancia que retratan los cuentos más personales de Mi vida querida, el pueblo de Munro, Wingham, parecía no haber llegado aún al siglo XX y permanecía anclado al XIX, con sus valores trasnochados,
sus complejos y sus miedos. El padre de la escritora, Robert Laidlaw,
era un cazador y trampero y, cuando Alice nació, un agricultor de zorros
plateados con mala suerte en los negocios. Su madre, en cambio, era una
mujer elegante y ambiciosa que chocó con los prejuicios sociales del
pueblo pero que se empeñó con éxito en que su hija estudiase.
Entre la novela y el relato
Fueron tiempos difíciles. Mientras estaba en la Universidad, conoció a
su primer marido, pero ni sus hijas ni su vida familiar tuvieron culpa
de que abandonase sus estudios. Era la sociedad -explica al New Yorker-
la que consideraba “negligentes” a las mujeres que querían hacer algo
“tan extravagante como escribir, aunque “encontré a muchas amigas que
leían en secreto y nos lo pasamos muy bien”. El problema es que su
escritura “no era demasiado buena”.
-Mi vida querida incluye cuatro piezas autobiográficas, en las que su madre desempeña un papel esencial...
-Mi madre sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente....
Munro, que utiliza siempre en sus cuentos retazos de su propia existencia, reconoce que los últimos relatos de este volumen, como “Voces”, que adelantamos a continuación, “son pura verdad”.
Influenciada sobre todo por Eudora Welty (“la adoro. Jamás intentaría
copiarla, es demasiado buena”), Flannery O'Connor, Katherine Ann Porter y
Carson McCullers, reconoce que Faulkner no le interesa demasiado, y que
admira a García Márquez aunque sea imposible “a pesar de las
apariencias, imitar Cien años de soledad”. También que sólo al principio de su carrera dudó si dedicarse al cuento o a la novela. En realidad, dice al New Yorker,
“durante años y años pensé que mis relatos sólo eran tentativas para
escribir la Gran Novela, pero descubrí que lo mío eran las narraciones
breves. Supongo que al final todo mi esfuerzo ha tenido recompensa... y
eso que a menudo jugueteo con los cuentos, cambio detalles aquí y allá,
hasta que acepto que esos cambios han sido un error”.
-En los últimos años ha declarado en varias ocasiones que iba a
renunciar a la escritura. Sin embargo, sus nuevos libros la desmienten.
¿Qué ha pasado cuando ha intentado abandonar la literatura?
-Que lo dejo un tiempo, por ese extraño deseo de ser “más normal”, de
tomarme las cosas con más calma, pero luego viene la inspiración. Sin
embargo, esta vez creo que es de verdad. Tengo ochenta y un años, se me
olvidan algunos nombres o palabras comunes, así que ...
Debilidades literarias
Lo cierto es que cada una de las historias de Mi vida querida
refleja un inevitable pesar, la desorientación de sus protagonistas,
hasta alcanzar un final amargo. Pocas de las mujeres de estos cuentos
viven sin tristeza o sentimiento de pérdida. Pero no son víctimas. Munro se niega a retratarlas así, y no se siente una escritora feminista.
De hecho, afirma, “nunca pienso si lo soy o no. No veo la realidad de
ese modo, porque creo que también es bastante duro ser hoy un hombre.
¿Qué hubiese pasado si hubiese tenido que mantener a mi familia en mis
primeros años de fracasos?”.
Mientras recorre los mejores relatos del libro, la narradora confiesa su
debilidad por “Amudsen” - “¡me dio tantos problemas!”-, aunque su
escena favorita del volumen pertenece al relato titulado “Orgullo”, y es
aquella en la que los zorreznos, apenas unos bebés, comienzan a caminar
sobre la hierba. “En realidad -subraya-me gustan todos los relatos
muchísimo, aunque quizá no deba decirlo...”.